Gran bendición del Señor son esos hijos pequeños, los hijos de nuestros hijos, esos que llamamos... ¡nietos! Caritas tristes o alegres, sonrisas, juegos, pucheros, carreras y algarabías, pasos torpes, balbuceos. Cuando vienen de visita, es gran acontecimiento. ¡Sorpresa! Ya sé la "o"; o quizá algún diente nuevo... Recuerdos en mil detalles, formas de andar, sentimientos, lo que sus padres hacían, en ellos vuelvo yo a verlos. Mira, te traje una flor... ...yo un dibujo del colegio. Y entre una y mil explicaciones me van llenando de besos. Atropellan las palabras, queriendo todo a un tiempo. Hazme un avión de papel, abuelo, cuéntame un cuento. El tiempo pasa de prisa como todo lo que es grato, y la respuesta inflexible al: déjame quedar un rato… mejor te dejo otro día, tengo prisa, vamos lejos… o... ya es hora de dormir, mañana hay que ir al colegio. Y con la mano en el aire, con bendiciones del cielo, el corazón se me encoge al decirles, ¡hasta luego! El cerebro me repite: ¡No te apegues tanto a ellos! no son tuyos, son ajenos. Pero más fuerte que todo, allá en el fondo del pecho, se oye el eco de unas voces, que me llenan de contento, es el corazón que dice, ¡que no es verdad! ¡que no es cierto! ¡que los hijos de los hijos, esos que llamamos nietos, son sangre de nuestra sangre, y por lo tanto, hijos nuestros
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